Aikido Medieval
un post de Aura Tazón
Viernes 23 de septiembre. Seis de la tarde. Los fantasmas del castillo medieval de Argüeso, en Campoo (Cantabria), se revuelven, intrigados. No recuerdan nada parecido desde la reconstrucción del castillo, hace más o menos una década, cuando llegaban camiones con materiales de construcción y cuadrillas de obreros cubiertos de polvo. Una furgoneta de alquiler ha irrumpido en el patio de armas, el mismo que se alza sobre el antiguo camposanto, cargada de extrañas piezas rectangulares de color verde desvaído. “Tapiz” o “tatami” lo llaman. ¿Qué pretenderán hacer con ello?
Los difuntos de siglos se encuentran cómodos en su edificio recién levantado, porque mantiene la estructura que ellos conocieron y, además, se han empleado en él las técnicas de antaño. Los habitantes del siglo veintiuno han sido respetuosos con la historia, se aprecia en el suelo de madera, en las escaleras, en los entramados del techo… El uso es, desde luego, bien distinto al de la época de doña Leonor de la Vega, una castellana de armas tomar, que comanda a los espíritus del lugar; ahora ya no sirve como fortaleza para resistir escaramuzas, ni como puesto de avanzada de tropas, ni tampoco vive allí señor feudal alguno. Ahora los salones vacíos son visitados por decenas de turistas y curiosos que, en ocasiones, son capaces de observar en silencio, mientras escuchan la paz de los montes campurrianos. Cada tanto, el castillo se llena de música, con veladas poéticas y conciertos, o de colores en forma de exposición fotográfica o pictórica que los fantasmas disfrutan a sus anchas en cuanto se cierran las puertas al público.
Sin embargo, lo de hoy no tiene precedentes. Los cuatro hombres que llegaron en la furgoneta han subido las piezas del tapiz, una a una, hasta el segundo piso y las han colocado en el suelo. Después, han sacado una serie de armas. «¡Armas!», exclama doña Leonor, «¿pretenderán acaso invadirnos?». En realidad, casi todo lo que llevan son espadas de madera, así que a doña Leonor le da la risa, una risa tonante que hace retemblar los cimientos del castillo y que los del tapiz confunden con el golpe producido por un tocón de madera barnizada, que intentaban poner derecho, pero se les ha caído. Sobre el tocón, el retrato de un venerable anciano de rostro oriental y, a sus pies, un sable largo, delgado y elegante.
Los hombres del tapiz se marchan, pero doña Leonor no queda tranquila. Llama al fantasma de un tal Paulus, cuyo cuerpo fue enterrado en el cementerio altomedieval. «Sigue a estos vivos», ordena la castellana, «no me fío un pelo de ellos».
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Sábado 24, once de la mañana. Una extraña procesión de gentes vestidas de blanco y con faldamentas negras plisadas sube hacia el castillo. Paulus, el espectro-espía, vuela raudo a despertar a doña Leonor. «¡Señora, señora!», grita, «¡que ya vienen!». La castellana se despereza. «Que ya vienen, ¿quiénes?», pregunta. «Pues, ¿quiénes van a ser?», responde el fantasma Paulus, «¡los aikidokas!». «Los… ¿los aikiqué…?», inquiere doña Leonor, que siempre fue algo dura de oído. «Los aikidokas, señora, los aikidokas», contesta Paulus, «se han reunido una treintena de ellos para practicar hoy y mañana en nuestro castillo». Doña Leonor y todos los difuntos se asoman con disimulo por las almenas. La señora se rasca la cabeza espectral. «No entiendo, Paulus, ¿qué dices que pretenden practicar? Tienen pinta de monjes, con esos uniformes. ¿Vienen a rezar?». «No son monjes, señora, porque hay hombres, mujeres e incluso niños», explica Paulus, «muchos de ellos han dormido en las casas rurales del pueblo, esas tan bonitas, que tienen cocina y todo; los demás acaban de llegar. Tengo entendido que el encuentro lo organiza la Asociación Aikicantabria, y, ¿sabéis, señora?, el que ha movido todo el asunto es uno de mis descendientes: Pablo, de aquí, de Argüeso». Doña Leonor frunce el ceño. «Pues más le vale a tu descendiente que me guste eso del aikodo…». «Aikido, mi señora, AI-KI-DO», le corrige Paulus y ella lo fulmina con la mirada: «¡Aikigaitas!», gruñe.
Los aikidokas se sitúan de rodillas, en hilera, sobre el tapiz del segundo piso, de cara al retrato del anciano oriental y a un individuo con cabeza escasa de pelo y perilla blanquinegra bien recortada. Es, según explica Paulus, el maestro Miguel Antolín, que va a dirigir la clase, pues de una clase se trata. «¡Ah!», exclama doña Leonor, «así que no son monjes ni guerreros, sino alumnos de algo, ¿verdad? En tal caso, veamos qué es lo que estudian». El fantasma Paulus está a punto de insistir, de nuevo, sobre la palabreja esa, “aikido”, pero prefiere callar, porque en el tapiz se ha hecho el silencio. Todos, salvo quizá algún pequeñuelo inquieto, cierran los ojos y respiran.
Están en un lugar privilegiado, en medio de un paraje bellísimo que en verano se tuesta al sol y en invierno se cubre de blanco; el bueno de Paulus recuerda que, allá por el siglo XI, cuando él vivía, los bosques rodeaban el pueblo y el castillo, para disfrute de señores cazadores y temor de campesinos y pastores. Con el tiempo, los bosques dieron paso a praderías de montaña en las que pasta el ganado, que los dueños identifican por el sonido de los campanos, ese constante y pacífico tintineo que se cuela por las ventanas abiertas del castillo. Algunos de los aikidokas que meditan sobre el tapiz sonríen sin querer, no están acostumbrados a tanta tranquilidad. Para no romper la magia del silencio, el maestro Antolín propone una clase relajada, en la que el mayor esfuerzo es caer sin ruido, sin “espectacularidades”, dice. Algunos de los aikidokas, sin embargo, no pueden evitar caer al suelo con sonoras palmadas que retumban en el piso de madera. Doña Leonor y los demás fantasmas han tomado buena nota, para practicar ellos también en cuanto caiga la noche y el castillo se vacíe.
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«Estos aikidokas son unos tragaldabas», piensa el fantasma Paulus, pues los ha seguido hasta el Mesón El Castillo, donde tienen concertada la comida. Al pobre espectro se le hace la boca agua al ver tanto manjar junto. Cocina tradicional, abundante, rica y variada, sobre todo para un difunto del año mil y poco, cuya dieta habitual estaba basada en las distintas formas de cocinar castañas y bellotas. Para bajar la comida, el grupo se divide. Una parte lleva a los niños a visitar el poblado cántabro de Argüeso, y Paulus envía allí a los difuntos rapazuelos. «Contadme todo lo que hagan estas gentes», les ordena, «pues doña Leonor de la Vega quiere que los vigilemos todo el día».
Los chicuelos espectrales vuelan hacia el poblado cántabro, felices de salir de los muros del castillo. Falcatas, gladios, escudos, cascos, cerámicas, fíbulas, adornos y aperos de labranza prerromanos pasan por las manos de todos, aunque los niños se divierten más persiguiendo a las gallinas y a las cabras. A su regreso, los espíritus narrarán cómo niños y mayores se dedicaron a moler trigo a mano, igual que en la edad antigua, y después amasaron panes ácimos, que rellenaron con delicias varias, tales como chocolate, jamón y queso, para después cocerlos en horno de leña; también dirán, con ironía, que los niños se hicieron bocadillos pequeños, adecuados para merendar, y dieron buena cuenta de ellos; en cambio, los ambiciosos adultos moldearon auténticas empanadas que tardaron un montón en cocerse y que luego no fueron capaces de comer.
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Mientras unos disfrutan de la tarde en el poblado cántabro, los demás han vuelto al castillo con sus trajes blancos y sus faldamentas, para practicar más aikido. «¡Doña Leonor, doña Leonor!», grita Paulus, «¡tenemos un problema! No van a ejercitarse en el tapiz, sino que están bajando al patio, sobre la necrópolis. ¡Van a bailar sobre nuestras tumbas!». Doña Leonor de la Vega reclama la presencia de todos los fantasmas y urden un plan para incordiar todo lo posible a los aikidokas, que ya están alineados en el patio, con sus espadas de madera. «¡Se van a acordar de los difuntos del castillo de Argüeso, jo, jo, jo…!», ríe malévola.
La clase de la tarde la imparte Javier Sánchez Usera, un hombre atlético y divertido, que lleva el peso de la organización del encuentro y sugiere a los demás que practiquen descalzos. La hierba está recién segada, el descendiente del difunto Paulus se encargó de que así fuera, y los pies urbanitas, encorsetados de ordinario en gruesos zapatos, gozan del agradable contacto directo con la tierra. Comienza la sesión. Un grupo de curiosos se sienta a contemplar las evoluciones de los aikidokas y aplauden al terminarse cada ejercicio.
De pronto, los aikidokas empiezan a notar en las sensibles plantas de los pies pinchazos de lo más desagradable. «¡Oye, Pablo!», le dicen al “descendiente” sus compañeros, «¿no habían segado esto?». Pablo, atribulado, asegura que su propio hermano se encargó de acondicionarlo. «¡Pues se ha dejado los cardos!», gimen, entre ayes y juramentos a la pata coja. Los difuntos, mientras tanto, se desternillan de risa. ¿Cardos? ¡Qué va! Son ellos, que les pinchan los pies desde abajo.
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A los difuntos les ha gustado la idea de hacer jugarretas a los aikidokas, y deciden que esa noche no van a dormir tranquilos. «Si, después de lo que vamos a fastidiarles, aparecen el domingo por el castillo», dice doña Leonor, «podremos considerarlos invitados de honor».
Durante la cena, de nuevo en el Mesón El Castillo, las raciones salen sin pausa; los fantasmas insuflan en los comensales unas ansias locas por llenarse la andorga, a pesar de que la mayoría no han logrado aún digerir la comida de mediodía. De este modo, se ven obligados a tomarse unos chupitos y unas copichuelas, con la sana intención de bajar la pitanza. A eso de las once de la noche, los que llevaron niños se van a dormir, pero los demás deciden acercarse a la panadería del pueblo, a comprar torta de aceite, que tiene fama de ser la mejor de su especie en Campoo y esto es mucho decir, pues en la comarca el pan es casi una religión.
Los difuntos siguen a los aikidokas hacia el obrador. Por el camino, Pablo (el “descendiente”) les asegura que no hay nada como la torta de aceite recién hecha, que acaban de sacar la hornada y que merece la pena comprar dos: una para el desayuno de mañana y otra para comerla ahora mismo. A pesar de que han cenado como leones, se les hace la boca agua al entrar en la tahona. Salen con varias tortas bajo el brazo, pero, en el momento en que quieren hincarles el diente, los fantasmas les soplan y sus estómagos se cierran; no les cabe ni un bocado más, así que pierden uno de los mayores placeres de Argüeso. Les queda el consuelo de tomar el pan mañana con el café.
Parece que por fin la compañía decide poner rumbo a las habitaciones, pero los espectros no están dispuestos a dejarles dormir. El escándalo que organizan es monumental. Chácharas, risas y hasta champán desvelan a los soñadores hasta las cuatro de la mañana. El jolgorio que organizan los difuntos es tan realista, que una de las durmientes (una tal Aura), piensa injustamente que los vocingleros son sus compañeros de casa y tentada está de arrojarles un balde con agua y quién sabe qué otras sustancias.
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Domingo 25 de septiembre, a eso de las once. Doña Leonor de la Vega está sorprendida. «Pues han venido», le dice al fantasma Paulus, «¡sí que es gente aficionada, sí!, aunque no veo a tu descendiente, ¿qué le ha ocurrido?». Paulus se encoge de hombros. «Tengo entendido que se ha hecho daño en un codo, aunque opino que, en realidad, sufre los efectos de la copiosa cena y las estupendas copas que se tomaron después». El grupo de aikidokas, aunque se ha visto un tanto mermado por las libaciones nocturnas, aún es numeroso y, bajo la dirección del maestro Bernardino Arcos, comienza con una meditación más larga de lo habitual. El silencio es roto por una excursión que visita el castillo y el contraste hace que todos perciban la importancia de escuchar el mundo que les rodea. La práctica continúa durante en la misma tónica silenciosa y relajada que caracterizó el día anterior.
Hacia la una y media de la tarde, la clase termina y todos los aikidokas echan un cable para desmontar el tapiz y bajar las piezas a la planta baja. Doña Leonor y sus fantasmas los miran con la tristeza de las despedidas. «Me han gustado, estos aikilocos…». «Aikidokas, mi señora», le corrige Paulus. «Como se llamen. ¿Volverán en otra ocasión?», pregunta la dama espectral. «Quizá el año que viene», responde Paulus, «esa es la intención de mi descendiente y los demás de la Asociación Aikicantabria». Doña Leonor de la Vega saca un pañuelo y les dice adiós desde las almenas, aunque bien sabe que ellos no pueden verla.
Aura Tazón es escritora y editora (Editorial Kattigara)
www.kattigara.com
Fue una gran satisfacción poder participar y disfrutar de este fin de semana, en el que se conjugaron las actividades marciales del aikido con las lúdico- culturales del entorno tan maravilloso en el que nos movimos. La gente de Argüeso se comportó de una manera fantástica.
Espero con ansia poder volver a repetir el próximo año. Contar conmigo. Gracias a todos los que hicieron posible este fin de semana lleno de actividades intensas e interesantes.
Envidia que me dais. Por orden, el aikido, los amigos, la comida y los fantasmas. Si repetís el año que viene, me apunto.